Caminando lento. La defensa del dragón, de Natalia Santa.

Pequeña mirada al único largometraje colombiano que hizo presencia en el encuentro más publicitado del cine. La película llegará a las salas del país el 27 de julio y tendrá unas funciones antes en la cinemateca distrital, en Bogotá.

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Esta ópera prima de Natalia Santa es, gracias a su selección en la Quincena de realizadores, sección paralela del Festival de Cannes, la película colombiana más importante del año (al menos de lo que va). No en vano esta película es un conjunto de los terrenos en disputa que están hoy en el cine colombiano: el prominente interés por narrar la clase media, alejándose de la turbia realidad de algunas poblaciones del país; los deseos de incursionar en un cine de tradición actoral y de diálogos que permitan una exploración de los personajes y no de las atmósferas (aunque en esta película vemos un poco de los dos y, en definitiva, sin la atmósfera estos personajes no podrían existir, todos dependientes de los otros); y, finalmente, hay un intento de reducir los formalismos y concentrarse en el rigor narrativo (que no implica que se ciña a las reglas del relato clásico, sino que en los sucesos de las escenas encuentra el despegue y el soporte para construir lo que se propone). La defensa del dragón parece estar regida por el célebre lema “menos es más”. Acá se les permite a sus personajes respirar (aunque a algunos ni se les permite hablar) y existir sin prisa, la cámara, con su perfecta habilidad para captar lo que se escapa de la vida, pretende confrontarlos con ellos mismos y su entorno con sencillez y escozor.  

En la película de Santa, el detalle cobra un especial subrayado que da un vuelo de sensibilidad y ojo rígido a los momentos de construcción de tensión dramática o de liberación de la misma, nunca arrebujado porque todo en la película da la impresión de estar siempre bien puesto y cada imagen pertinente. Para la directora, en todos los mundos de los personajes hay objetos que merecen ser vistos por sí solos, considerándolos un universo propio.  Y en esa especial atención al detalle, la película encuentra el elemento aglutinador para su lenguaje. La repetición de ciertos encuadres en momentos similares y la forma de introducirnos, en el espacio y a la vez en el personaje, con lupa a los objetos y espacios que rodean las conversaciones y algunas miradas de deseo, son la marca de la directora. Así, la fluida y sorna impresión de las imágenes en el tiempo es interrumpida por objetos o agrupaciones de posesiones para introducir posibles asociaciones entre el carácter de los personajes con la acción presente o con la acción venidera y, al mismo tiempo, insinuar las emociones que brotan de las acciones. La cámara y los recursos de la plástica de la película siempre sugieren un estado de decadencia o finalización.

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Entre planos, diálogos y espacios se siente una iniciación de, quizás, una  especie de deseo narrativo para hablar de la soledad, sin embargo, se hace evidente que, para narrar la soledad, hace falta mucho más que largos planos de personajes caminando (¡en la oscuridad!) por el corroído centro de Bogotá. Los tres personajes que lideran la narración de la historia, todos con algún asunto pendiente en su cotidianidad, tienen experiencias que lidian con el estar solo, sin embargo ese espacio se vuelve añadidura y no carne en el hueso de las acciones. La película muestra a un trío de personajes, todos con la incapacidad de recusar que han perdido sus batallas, donde no es sino hasta que la compañía de los demás les sirve (reconociendo eso que carecía de nombre en ellos) para que logren una oportunidad de entrada al igual de difícil mundo de la felicidad. Ya en ese punto lo que la cámara sugiere no es decadencia sino levantamiento: otra oportunidad ha sido ofrecida.  

En la primera parte de la película se aclara de dónde viene aquello que reposa en su título: es una jugada defensiva de ajedrez, obsesión de uno de los personajes, que recibe su nombre porque las fichas, después de la jugada, recuerdan a la cola de un dragón. De este mecanismo de defensa poco se apropia la película, queda como una jugada al aire. Santa se dedica, con total simpatía, a perseguir el destino de sus personajes, sobretodo de aquel que ha hecho de su vida el ajedrez y se gana sus pesos enseñándolo, pero sus personajes están siempre a la deriva de lo que la vida les traiga, nunca son ellos los propulsores de los sucesos que los atrapan. Nunca se defienden de nada. Solo es hasta el último momento del film donde empiezan a tomar decisiones, la valentía que tanto predican los personajes para hacer efectiva en el ajedrez se esfuma para la vida.

Toda la película está impulsada por ese grupo de tres viejos amigos con los problemas (de distintas índoles) al cuello, sin embargo la película rehuye de grandes momentos (que no es que están velados, sino que de verdad no los hay), divaga entre pausas que se carcomen el tiempo que pasa y está cargada de tensiones (a medio hacer) de carácter sexual y amoroso. En estas condiciones, los actores son los encargados de llevar el peso y el ritmo del film, por momentos le cumplen, por otros no.

La defensa del dragón, que se aventura, con estas modalidades de expresión, a seguir los malestares que quedan después de la juventud, el divorcio, la presión económica y la necesidad de hacer lazos, donde un gesto de ternura termina por salvar del ahogamiento a estos hombres, sale, por muy poco, bien librada. Todo, al final, donde aquello trágico o sin solucionar en la vida de los personajes parece fenecido, concreta y logra entregar un pedazo de vida de ese mundo subterráneo del centro de Bogotá, que a gritos pedía una salvación, un cambio, una oportunidad.  

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Las búsquedas del cine independiente

¿Qué es lo atractivo del cine independiente? ¿De dónde viene y en qué consiste esa independencia? Un recorrido por las grandes –y no tan grandes– obras presentadas en la última versión del Festival Internacional de Buenos Aires puede dar algunas pistas.

¿Qué es lo atractivo del cine independiente? ¿De dónde viene y en qué consiste esa independencia? Un recorrido por las grandes –y no tan grandes– obras presentadas en la última versión del Festival Internacional de Buenos Aires puede dar algunas pistas.

 

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Yourself and yours, de  Hong Sang-soo.

Un festival de cine independiente

Este año asistí por primera vez al Festival Internacional de Cine Independiente de Buenos Aires (BAFICI). Es un festival gigante con cinco competencias de largometraje y una de cortos y que, además, se ha encargado de descubrir las nuevas grandes figuras del cine de la región y del mundo (entre ellas la de Lisandro Alonso, quien estrenó su ópera prima, La libertad, en el Festival de 2001).

Desde su nombre, este certamen parece preguntarse por la independencia del cine, tan difícil y cuestionada en estos días cuando el cine “industrial” inunda las salas de proyección. En estas condiciones, encontrar las grandes películas que construyen una visión particular de cualquier asunto del mundo que habitamos es una labor cada vez más ardua para los festivales. Pero el BAFICI supo recoger la mejor cosecha del año y establecer posibles puntos de conexión entre las películas al indagar qué mueve a un realizador a convertir una anécdota o una sensación en una película.

El Festival funciona para tomarle la presión no solo al cine argentino, sino al de la región. Deja mucho que decir que este año solo hubo dos producciones colombianas en la programación: el largometraje Una mujer, de Daniel Paeres y Camilo Medina, y un cortometraje filmado en Argentina por el colombiano Andrés Mahecha. No obstante, hubo un descubrimiento de atrevidas propuestas que llegaban desde Centroamérica. Costa Rica, República Dominicana y Guatemala recibieron especial atención.

Sin embargo, el diálogo que establecían las películas con su público parecía ser sobre todo para indagar qué se busca con la independencia, desde dónde habla un cineasta independiente, cuáles son las virtudes de su cine y cómo este se conecta con el mundo. Las respuestas, si las hubo, llegaban por distintos caminos. En este sentido, hay que resaltar un par de propuestas que se vieron durante los once días que duró el Festival.

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Mimosas, de Oliver Laxe.

Grandes obras

Era de esperarse que el doble programa dedicado a las dos más recientes películas del maestro surcoreano Hong Sang Soo fuera de lo mejor que se disfrutó en el Festival.

Yourself and Yours, premiada en el último San Sebastián, nos pone frente a un hombre que quiere recuperar la relación con su antigua novia con quien tuvo una discusión por la cual él cree que la perdió para siempre. Con el ya muy formado lenguaje de Soo, presenciamos la desviación de ese viaje que, entre la imaginación, los sueños, el absurdo y la innegable realidad, toma un giro y finaliza con una de las secuencias más bellas que ha dado el cine de este director.

En el otro lado estaba On the beach at night alone, premiada en la última Berlinale, que toma una posición más furiosa y devastadora frente al amor. Aquí vemos a una actriz surcoreana luchar con las consecuencias de un lío amoroso que tuvo con un director de cine más viejo que ella (la ficción y la realidad empiezan a mezclarse en este punto). Ver esta película, que aprovecha de maravilla la cámara tácita de Soo y sus detallados enfoques, es enfrentarse al vacío del amor no correspondido. Son dos películas que continúan explorando los caminos del amor, en los que el director ya ha hecho hincapié a lo largo de su obra.

Había también un espacio especial dedicado al cine del realizador Alex Ross Perry, quien ha recogido la tradición de las mejores películas de Woody Allen y les ha dado un giro vital. Se presentó una retrospectiva íntegra de su obra y el estreno de su película más reciente, Golden Exits, que explora de manera brillante las relaciones que se tejen entre los celos, la envidia y el miedo.

En el Festival se honraba a otro gigante: el italiano Nanni Moretti, quien en cada una de sus películas fortalece su lenguaje como autor. Ver una película de Moretti es enfrentarse a una declaración de principios que dejan sin aliento al espectador. Se hizo un recorrido por su obra desde su primera película, Io sono un autarchico, donde el director –que también actúa– recurre a la comedia para hacer una mofa del extraño mundo del arte, incluyendo la situación que el cine italiano vivía en ese momento, hasta Mia madre, su más reciente film, que es una hermosa y emocionante fábula acerca del inigualable amor por una madre.

Otro gran punto del Festival fue Mimosas, de Oliver Laxe, una película filmada en Marruecos que venía con un interesante recorrido por festivales de todo el mundo donde había recibido elogios y premios. Se trata de una enigmática película que se propone seguir el camino de unos aventureros hasta llegar a su objetivo. Es un film que invita a abrazar lo desconocido y a reconciliarse con ello. Propone un diálogo muy honesto con las preguntas de la fe y el amor, pero no el amor por una mujer o un hombre, sino el amor por algo más grande, intangible, que solo es posible divisar lanzándose al vacío.

Laxe nos brinda una experiencia única que tiene como propósito principal desafiar la lógica. Estructurada en dos líneas temporales, Mimosas es un cuento para el alma, una revisita a la noción de espiritualidad y su importancia. El mejor final de una película vista en el BAFICI es, definitivamente, el de Mimosas. Un grito solemne.

También llegó a Buenos Aires la más reciente película del reconocido director de The other side of hope, Aki Kaurismaki, quien ganó en Berlín el Oso de Plata al mejor director. Con esta película Kaurismaki completó una trilogía (cuyas otras dos partes son Le havre y Lights at dusk) que dedicó a los migrantes.

Con su peculiar tono e incisivo humor nos cuenta la llegada de un inmigrante sirio a Helsinki. Desafiando la corrección política, la película de Kaurismaki es un viaje por una incertidumbre similar a la que vive el refugiado buscando posada, alivio y, más que nada, una manera para ser “legal” en el mundo. Acciones memorables complementan el astuto ojo de Kaurismaki para fusionar su particular puesta en escena. La esperanza es la que mantiene vivo este relato, que entre la risa y el afecto esconde un problema que ahora atosiga al mundo.

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No Intenso Agora (En el intenso ahora), de João Moreira Salles.

Las lecciones

Por supuesto, en el Festival no todo fue perfecto y en ocasiones me encontraba sentado en la sala de cine pensando por qué había entrado a ver la película escogida. Particularmente, la competencia latinoamericana dejó tristes experiencias.

De forma un poco desprevenida llegué a Sambá, la última película de Israel Cárdenas y Laura Amelia Guzmán. Un horror. Juntando todos los clichés posibles para narrar el boxeo, estos dos directores arman una película que no despierta ningún tipo de interés. Hablar por hablar. No hay diálogo con alguna emoción o con el mundo. Una burbuja que abusa de los ralentíes, del exceso de música y sonidos. Aparecieron también un puñado de comedias que, sorprendentemente, el director artístico del Festival defendía. Cuando iniciaban las proyecciones mi asombro era absoluto: ¿qué virtud se le ve a una película donde nada parece encajar con nada?

En la Competencia de Vanguardia y Género apareció una película que se acercaba a las tres horas de duración. Su título era prometedor: Quienes hacen la revolución a medias no hacen más que cavar su tumba. ¡Qué enorme desilusión! La película juega a coquetear con el terrorismo al seguir a un grupo de jóvenes que quieren cambiar el mundo con acciones contundentes, aunque eso implique muertes y daños irreparables. El valioso despliegue técnico opaca cualquier decisión importante de la película. Viéndola sentí que el desorden era absoluto en la pantalla y que todo era frívolo, aunque lo vendieran como algo importantísimo. De un tema parecido y con muchas similitudes narrativas estaba ya el magnífico film Running on empty de Sidney Lumet. ¿Lo habrán visto los responsables de esta penosa película canadiense?

A pesar de todo, las buenas películas vistas sobrepasan las desagradables sorpresas. Fuera de competencia me encontré con En el intenso ahora, la nueva película de Joao Moreira Salles y su maravilloso regreso al documental. Allí él hace, a través de material de archivo, una radiografía del estado del activismo político durante el mayo del 68 francés, pero lo que logra es una majestuosa carta que pretende devolverle a la política la emotividad que ha perdido.

Es también una declaración de principios donde se pone la política bajo la lupa para encontrar una mirada mucho más íntima, encargada de tumbar las instituciones y encontrar a los individuos detrás de ellas. Todo esto basado en el diario (fílmico y escrito) hecho por la madre del autor durante su estadía en China en medio de la revolución cultural. La película plantea entonces un contrapunto entre distintos territorios para estudiar un momento histórico mirado, por supuesto, con el lente que exigen nuestros tiempos.

Después de varias películas y del acercamiento a distintas realidades, me pregunto entonces qué es eso que busca el cine independiente, de qué se agarra para quedar en el espectador. Muchas visiones acompañaron este buen BAFICI, pero las respuestas quedan siempre ocultas, lo cual da esperanza para el buen cine. Pero parece ser, en todo caso, que la principal función de esa independencia es no dejar perder de vista aquello que nos confronta y nos motiva a dialogar con el mundo, con lo desconocido. La independencia podría definirse como una búsqueda que se empieza sin saber muy bien qué se quiere encontrar.

 

Texto originalmente publicado en la revista Razón Pública: http://razonpublica.com/index.php/cultura/10219-las-búsquedas-del-cine-independiente.html

Te prometo anarquía, de Julio Hernández Cordón

La más reciente película de Julio Hernández Cordón se estrenó en la selección oficial del Festival de cine de Locarno. Su punzante y rotunda visión, su seca cinematografía, el hermoso título y la exploración de sus personajes convierten al filme en uno de los mejores ejercicios cinematográficos realizados recientemente en Latinoamérica.

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Dos amigos, corroídos por la posibilidad del dinero fácil, trafican sangre en un vertiginoso México. Los separan sus orígenes: Miguel es de una clase alta con todas las comodidades a su alcance; Johnny ha sido menos privilegiado y conoce a Miguel porque su madre trabaja para la familia de Miguel. Los une el mundo del skate y el amor. Los dos parecen amarse. Hay un obstáculo: Johnny también tiene una especie de novia. Las etiquetas para definir no aplican acá: ambos personajes destilan una indeterminación, tan aparentemente moderna en la vida de hoy, que alimenta en ellos la certeza de creer saber de lo que huyen pero ignorando que no tienen ni idea de lo que buscan.

La película arranca con toda la fuerza: en medio de un búnker, empapados por una luz rojiza, Miguel y Johnny hacen el amor. Su vínculo es más fuerte que la inestabilidad que los rodea y del temor que se les avecina. Las pulsiones de esa juventud perdida se encuentran con la tragedia y la inestabilidad política para crear un ambiente sórdido donde la única salida parece ser el amor, aunque no siempre salga como se quiere. Se conjugan en el film una muy diciente música, un estilo que remite al no participar, sino a observar y una sensibilidad propia del director para narrar lo intrépido y volátil de las relaciones en la juventud.

En medio de la organización de un jugoso negocio todo sale mal y los personajes son dejados a la deriva con el peso de las acciones que hicieron, ahora cargan con un destino que no pidieron. No tienen otra opción que escapar, huir de ellos mismos. La película gira para, desde la mirada de los amantes en fuga, examinar una preocupación política y social. En ese mundo, estos dos jóvenes no pueden más que amarse, no ven otro modelo de vida diferente al que la calma de la rutina con el otro les proporciona. No lo pueden evitar y lo manifiestan con sus descontroladas emociones, sus confrontaciones. Siempre hay fricción y liberación en sus encuentros.

Al final, en un tono amargo, la ilusión de amor, la esperanza de compartir el lazo. Ese amor que, en medio de la desesperación y el miedo, siempre promete salvarnos.

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Lo que deja el FICCI 57.

Habiendo ya reposado el juicio y mirando el festival desde una distancia que nos permita concentrarnos en el rigor, la novedad y la autenticidad de las propuestas cinematográficas a las que asistimos por seis intensos días de carreras entre película y película, escribo este pequeño balance tratando de buscar una cierta luz de aquello que nos dejó este año nuestro adorado Festival Internacional de cine de Cartagena de Indias (FICCI).

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Afiche oficial del Festival.

El Festival llegó con una competencia oficial que parecía poner en la superficie (pero sin nunca gritarlo o si quiera afirmarlo) cierta fragilidad que caracteriza a la especie humana, poniendo a reconsideración todas las estructuras en las que se ha cimentado. Sin olvidar nunca la importancia de mirar al pasado: la retrospectiva a Éric Rohmer y a el sincero y contundente Eduardo Countinho conformaron el cuadro de la vista atrás, para decirnos, sin gritar, que las emociones y las tensiones del mundo parecen ser las mismas siempre.

Se podría suponer que las películas seleccionadas estaban dispuestas a hablar entre ellas y con sus espectadores para ampliar la ruta en los caminos de la fe (El cristo ciego, Mimosas), en la importancia, en el detalle o en la necesidad de la representación del otro (Arábia, Los decentes, Viejo calavera, Señorita María). Sin embargo, parece ser que el Festival, como conjunto, se estaba preguntando por los lugares de la forma cinematográfica: si hay una suerte de nuevo espacio para proponer una distinta o incipiente forma de cine, o si hay que evaluar la forma “clásica”, o cómo abrir las brechas entre ambas. Siendo así, el Festival propuso una programación caleidoscópica que subrayó el encuentro de las tensiones entre narración y forma. Sea como sea, lo que se sintió fue un despliegue de interesantes nuevas apropiaciones de una forma cinematográfica que no deja de proponer juegos con sus espectadores y que, especialmente, no reconoce barreras, barreras entre los géneros, entre la ficción y el documental, entre lo argumental y lo sensorial.

Que la ópera prima de Kiro Russo, Viejo Calavera, se haya alzado con el premio mayor enaltece lo que decimos: esta película boliviana se adentra a las minas de Huanuni para proponer un hipnótico cuadro de una comunidad que poco ve el sol y estructurada de una manera tan precisa que la llegada de un extraño amenaza con su orden. Por momentos, la película tiene estas secuencias “musicales” que recuerdan las sinfonías de ciudad y aquí, con el sonido de las máquinas, Russo parece hablar de un tema cumbre también del festival: la relación del hombre con su trabajo y la naturaleza. Los primeros 15 minutos del film son majestuosos, una invitación a un mundo que se nos presenta como turbio, pero lleno de un imperante rigor necesario para su funcionamiento. Una inolvidable película que parece hablarnos a través de los ecos de las voces perdidas de sus personajes, nos pone frente al luto, la incomprensión, la desesperanza, la periferia y el cariño puro.

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Viejo Calavera, de Kiro Russo.

Hay también una línea interesante, ahora muy pronunciada en el cine latinoamericano, que invita a feroces y compasivas miradas a la adolescencia, donde la desesperanza, la imposibilidad de la integración y la pregunta de la identidad siempre están flotando.

X 500, la segunda película del colombiano Juan Andrés Arango, sigue las peripecias de tres jóvenes en distintas partes del globo tratando de encontrar un lugar donde encajar, preguntándose dónde estará su lugar en el mundo.  La cámara de la película se mueve entre un caos compuesto por paisajes urbanos o familiares (o, más preciso, entre la falta de ellos). Esa cámara deambula sofocando a sus personajes, probablemente como lo hace también el lugar en donde están. Sin embargo, esa cámara también funciona como pista, avisando que aquella respuesta que los protagonistas (un adolescente mexicano, un colombiano expulsado de los Estados Unidos y una joven filipina recién llegada a Canadá) buscan desesperadamente nunca llegará. La identidad siempre será un mar de aguas turbias, llenas de peligro para quien decida navegar en ellas. La película podría venderse como un acercamiento nuevo a la experiencia urbana, pero en el fondo sabemos que no es así, el sabor que nos dejan las imágenes de Arango parece que ya lo hemos tenido en la boca. En la juventud que desvela la película parece que la lucha es un estado continúo, imposible de evadir; la salida al abismo ni se divisa, ni es concreta.

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X500, de Juan Andrés Arango.

En El auge humano (ópera prima de Eduardo Williams), en cambio, vemos un retrato de una juventud perdida o atrofiada. Una generación a la que, parece,  se le ha cortado el deseo de la lucha: los personajes (y su sugestiva cámara) parecen deambular sin rumbo fijo, están poseídos por el tedio y las salidas al aburrimiento son mínimas: continuas caminatas sin destino, reuniones con amigos, encuentros para ganar un poco de plata desnudándose frente a la pantalla del computador, disfrutar de los lagos que ofrece la naturaleza, pasar tiempo en el celular.

La película, sin nunca esclarecer o poner en primer plano afirmaciones contundentes, propone una especie de viaje interconectado (especial atención a las maravillosas secuencias donde, en un par de minutos, nos trasladamos de un territorio a otro) donde vemos los posibles rasgos, acciones, palabras y comportamientos que nos unen en un mundo que, en la lente de Williams, está en medio del apocalipsis (que a veces también se pone en escena: los terribles vientos, las calles inundadas, las bolsas que caen de arriba sin aparente razón).  La puesta en escena de Williams remite a una búsqueda de una visión lo más global posible (que subraya poniendo sus historias en tres diferentes partes del mundo que, a primera vista, podrían no tener nada en común) sobre el estado de las cosas.

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El auge humano, de Eduardo Williams.

Adiós Entusiasmo, ópera prima de Vladimir Durán, colombiano residente en Buenos Aires, llega proponiendo una mirada casi que inesperada en el cine colombiano. Filmada completamente en Buenos Aires, el film sucede, en su mayoría, en un apartamento y unos contados exteriores. Durán se propone explorar, desde el lugar de lo travieso y lo místico, los lazos familiares. Desde la mirada del más pequeño se construye un laberinto de relaciones que dibujan un cierto escenario que replantea la funcionalidad del núcleo familiar.

Los Decentes, de Lukas Valenta, abre la puerta a los sentidos del placer. Desde el lugar de los privilegiados de Argentina, la película construye dos mundos que, aunque continuos, no comparten nada. La protagonista es una mujer que ha sido contratada para limpiar la casa de una muy disfuncional familia (una mamá y su hijo) que descubre en la frontera de donde ahora está viendo un lugar que le permite encontrarse con la aventura y los deseos que, presumimos, había olvidado. Una aldea de nudistas la acoge para permitirle conectarse con su yo otra vez. El director logra que los dos mundos sean igualmente interesantes. Sin embargo, su estrepitoso final deja perder todo lo interesante que había construído. El afán parece tomarse la película. Más liberador hubiera sido encontrar la lucha en otra parte o en otra(s) forma(s).

Arábia, de Affonso Uchôa y Joao Dumas, es una película que puede leerse como una nueva revisión (más certera y sin tanta luz esperanzadora) a Tiempos Modernos (Modern Times, Charlie Chaplin, 1936). La constante y siempre caótica relación del hombre con el trabajo es puesta aquí con una distancia perfecta que se desarrolla a partir de una carta encontrada. Un arrollador final que funciona como un canto de victoria.  El cristo ciego, de Christopher Murray, venía de hacer parte de la competencia oficial en Venecia y, con un decidido comienzo (pero un nublado final) nos comparte una fábula que parece llegar recordando la contundente importancia de la espiritualidad en un mundo que ha decidido erradicarla. Murray arma su retrato con una cámara que destila sensibilidad y que aprovecha todo de su protagonista. En esta película poco importan las dudas, se trata de un acto de fe.

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Adiós entusiasmo, de Vladimir Durán.

Y, más allá de todo lugar seguro, el FICCI también, casi que de manera subterránea, se preguntaba por el lugar de lo queer. Películas como El ornitólogo, La región salvaje, Rester vertical y La noche, que intuyen una cierta difuminación en las líneas que definen lo que es un hombre o una mujer se encargaron de “ponerle picante” a una edición que tuvo de todo menos miedo. El Ornitólogo parece llegar como un nuevo credo. La historia de un ornitólogo perdido en el bosque se sublima con las referencias “sagradas” que hacen un gran juego entre el descubrimiento, el encuentro y la exploración del sentir de los cuerpos. Rester Vertical, la esperadísima más reciente película de Alain Guiraudie (que nos regaló en 2014 El desconocido del lago -vista también en el FICCI-), es una fusión entre lo risible, lo existencial y lo corrupto de las relaciones amorosas que se nutren en un escenario rural lleno de sueños, fantasías y cuerpos.

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El ornitólogo, de João Pedro Rodrigues.

La sección GEMAS llegó con paso duro, la inclusión de la multi premiada película de Kleber Mendoça Filho, Aquarius, devolvía las esperanzas en la lucha contra el poder corrupto, viciado. Una espectacular Sonia Braga se encargó de enaltecer un relato que se pregunta por las relaciones de nosotros con los lugares, con el pasado. Una maravillosa película (contada en tres partes) que retrata la necesidad de vernos rodeados por nuestras vivencias y que todas las luchas por preservar la memoria de nuestras vidas y de los que queremos, valen la pena.

En la orilla opuesta estaba Elle, la película de Paul Verhoeven que también llegaba llena de premios y elogios, que nos confrontaba con las áreas más oscuras y movedizas de las relaciones humanas para quitarles cualquier velo que quiera ocultarlas. Con un humor furioso y con ánimos de destruir todo lo que toca, Verhoeven hace un cuadro fenomenal de todas las instituciones de la vida humana para dejarlas caer por el precipicio y, por supuesto, nunca agarrarlas. Isabelle Huppert, que sublima el film con una actuación sin tacha, camina por el mundo sin dudas, es una heroína en una lucha continua, difuminando siempre las peligrosas relaciones entre ética y moral.

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Elle, de Paul Verhoeven.

El más reciente título galardonado con el León de oro también llegó a las salas de Cartagena, The Woman Who Left. Lav Diaz nos regala una epopeya llena de pacientes elucubraciones de venganza (lea la crítica completa acá).

Amazona, de Clare Weiskopf y Nicolas Van Hemelryck, y Señorita María: la falda de la montaña, de Rubén Mendoza, enaltecieron el cine nacional. Estos dos documentales, cada uno desde orillas distintas, proponen una mirada más honesta e íntima sobre las realidades del país y las relaciones con los demás. En Amazona estamos ante la maternidad (por partida doble en el documental) y todos los caminos que esta suscita. Señorita María, la mejor película de Rubén Mendoza hasta la fecha, es un retrato de un personaje que ha vivido en la sombra y relegada a la solitaria esquina de la incomprensión (¿quizás hasta hoy que es honrada con esta película?). Con una corta visita que se nos ofrece a su vida, se nos abren mil puertas que nos permiten encontrar en la historia de Maria Luisa, una campesina que nació en un cuerpo de hombre, un rayo de luz que desde una profunda fe invita a la comprensión y al conocimiento de una fuerza superior que ha permitido en Maria Luisa soportar todos los vientos que le ha soplado la vida.

Y, sin duda alguna, lo mejor del festival estuvo ligado al cuidadoso tributo que se le hizo al inigualable director tailandés, Apichatpong Weerasethakul. Una oportunidad para ponerse al día con sus obras, tan poco vistas y comentadas por estos lados del mundo. Su presencia y todas las palabras que nos regaló fueron la cereza en el postre de este maravilloso festival que logra cada año dar un muy buen panorama del estado del cine y  que concluye afirmando que el cine lejos está de su muerte, lleno de vitalidad, fuerza y fascinación logró conmovernos y confrontarnos durante los seis días de Festival.

The woman who left, de Lav Diaz.

La más reciente película de Lav Diaz se presentó en el Festival de cine de Venecia y se alzó con el premio mayor: el león de oro. A Colombia, de manera casi milagrosa, llegó a las salas en el marco de la versión 57 del Festival internacional de cine de Cartagena.

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Esta película sigue tratando aquello que ha motivado a Diaz a armar su precisa filmografía: parece que presenciamos las historias de atroces crímenes sin enfrentarnos nunca a ellos. Diaz nos lleva con mucha paciencia frente a la continua lucha de los hombres con las instituciones (que bien pueden ser otros hombres) que representan el poder.

Con alrededor de 4 horas de duración, Diaz nos confronta de nuevo a la realidad de su país, que en su lente sigue aún fracturada y llena de abismos entre sus habitantes, donde parece ser que el vínculo fundamental entre ellos es el odio (visible o reprimido). De la mano se nos lleva a la vida de una mujer que fue violentamente parada y atrofiada al ser condenada por un asesinato que nunca cometió. Llegamos casi en el momento donde se le es anunciado a la mujer del título que será liberada después de 30 años de cárcel. Parece que desde ese instante la mujer está fraguando su venganza a quien le arrebató esos 30 años: su exnovio. Es, claro, una vuelta de tuerca al relato de la venganza. Donde nunca los personajes que pueblan el mundo de Diaz son convertidos en deplorables bestias consumidas por unos sentimientos que exterminan.

Se conforma entonces la película como una lucha constante contra quienes tienen poder económico y poder político. Con una dosis de calma, la película se concentra casi que en hacer un retrato de personajes a la deriva, desviados de un sistema, que huyen como pueden de la represión y de aquellas cicatrices que les ha dejado el clima político y de poder.

La película vuelve a mostrar esa entrañable habilidad de su director para mostrar las coyunturas políticas que perforan su país a través de una historia que podría sonar como un truculento drama, que Diaz anula para adentrarse a la germinación del odio y del abismo que se apodera entre las distintas realidades de los filipinos (que hay que leerse, claro, no como un único problema de Filipinas).

Diaz elimina los movimientos de cámara, suprime los primeros planos (nunca en la película tenemos “permiso” a cierta intimidad de los personajes, todo es examinado desde la distancia que pone en la superficie las preguntas y que, a su vez, deja escapar las emociones), desiste de excesivos recursos y se concentra en todo aquello que rodea a sus personajes.

En la segunda parte de la película, que llega con la inclusión de un nuevo y entrañable personaje, el corazón de la protagonista se pone entre la espada y la pared y la venganza que motiva el relato empieza a disiparse sin perder la metódica planeación de la mujer protagonista, que entiende que un buen cálculo le permitirá tener en cuenta todo aquello que podría salir mal.  El nuevo personaje, Holanda, llega para nutrir de otros matices la película y, entre secuencias musicales, de diálogos profundos y de revelaciones poderosas, encontrar una proximidad a las emociones que más nos unen como humanos.

La película de Diaz está llena de detalles que difícilmente puedan digerirse al mismo tiempo, su decantada construcción arma un poderoso mundo que examina con rigor de cirujano unas tensiones y un cosmos que tienden hacia el vacío y la eliminación del otro.

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Sur mes lèvres (Lee mis labios), de Jacques Audiard.

A propósito del tributo que recibirá el actor francés Vincent Cassel en la versión 57 del Festival internacional de cine de Cartagena (FICCI), nos proponemos revisar una de sus películas que se proyectará en el marco del Festival.

A propósito del tributo que recibirá el actor francés Vincent Cassel en la versión 57 del Festival internacional de cine de Cartagena (FICCI), nos proponemos revisar una de sus películas que se proyectará en el marco del Festival.

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Sur mes lèvres (Lee mis labios), de Jacques Audiard. (2001)

Esta película, del siempre talentoso Jacques Audiard, nos pone frente a las pulsiones de los deseos más entrañables de un dúo inolvidable de personajes, deseos que ninguno está dispuesto a discutir con el otro, ilusiones que parecen guardadas en saco roto.

Carla (una espectacular Emmanuelle Devos), sorda, cansada de sus abusivos y despreciables compañeros de trabajo, con una vida íntima relegada a la oficina (con miedo a cambiarla pero con tantas ganas), se topa en su camino con Paul (un contenido Vincent Cassel que, a diferencia de los roles a los que está acostumbrado, aquí le toca guardar en lugar de mostrar, lo que resulta un ejercicio certero que da fuerza al filme), un ex convicto con ganas de dejar su pasado atrás, que contrata como su asistente en el trabajo. El tiempo que pasan juntos los une, los acerca.

Ambos necesitan del otro y Audiard, con ayuda del género, se pone a jugar con fuego. El erotismo escondido, las fronteras de lo legal y la venganza disparan a los personajes hacia enredos donde sortearse una salida les quita el sueño. Lo que vemos en pantalla son acciones que quitan la capa de lo superficial a los personajes. Ella, que puede leer los labios, necesita de la fuerza y lo explosivo de él para tomar el lugar que merece y que se ha hecho a propio pulso. Él necesita de ella para escapar de su pasado. El uno funciona como el catalizador del otro. Los dos, encerrados en sus propias jaulas, caminan por la cuerda floja, arriesgando sus lugares de comodidad (más en ella que en él), para encontrar la llave que los hará libres.

Y aunque el director juega con los guiños al género, encerrando a los personajes en persecuciones peligrosas, en asuntos donde la ley se esfuma rápidamente y donde el suspenso sofoca, la concentración nunca parece decaer de aquellos dos personajes. A la película parece interesarle más el dilema emocional de cada personaje. La fragilidad de los deseos queda expuesta en la lente de Audiard que quiere tanto a sus personajes que es capaz de empujarlos hasta el abismo para verlos felices, aunque ellos crean todo lo contrario. En Sur mes lèvres se sobreponen las decisiones que, aunque apoyando lo intrigante de las acciones concretas, expongan al personaje a sus miedos, a su intimidad con riesgo de quebrarse o no.

Las escenas de Devos en su apartamento resultan memorables, Audiard la trata con todo el cariño y la sinceridad. Asistimos a un importante recuerdo de lo frágil que es vivir al margen. Además, el personaje de Carla, que es el mejor explorado, experimenta un notable cambio que es manejado con elegancia y osadía. Es, al final, ella quien lleva las riendas de la narración. Y, aunque vulnerable, se sortea todas las salidas con su escudo que fabrica frente a nosotros.

Queda en el aire el personaje encargado de asistir a Paul en su proceso de reintegración. Audiard y su co guionista, Tonino Benacquista, intentan darle un peso de carácter importante pero la operación se cae al instante: queda casi que de relleno, inconcluso y con la sensación de que solo está puesto. También podría decirse de la película que cuando vuelca todo su estandarte hacia el género se cae en lo previsible y en el aglutinamiento de imágenes que no transmiten mayor cosa. Sin embargo, ahí están, firmes, Devos y Cassel para frenar una estrepitosa caída.

Una lucha estoica por lograrlo todo desemboca en un explosivo final que también es una prueba para los personajes. La humanidad que Audiard parece otorgarle a una película disfrazada de género permite alzarse con valentía entre lo ya visto y el riesgo de lo frívolo. Sur mes lèvres, un deleite.

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Marguerite et Julien, de Valérie Donzelli.

Siempre se agradece cuando al cine llegan majestuosas narraciones que, con elegancia y belleza, desembocan en un retrato pasional que nos pone frente a las raíces de un amor puro, ciego e inmaculado. Esta vez nos encontramos con un amor prohibido, impuro para los ojos de la sociedad, un amor condenado.

Marguerite et Julien nace bajo un primer guion de Jean Grualt (reconocido guionista francés que trabajó en distintas obras maestras: Jules et Jim, L’Enfant Sauvage, Les deux Anglais et le continent, Mon oncle d’Amerique, entre otras más) que a su vez está basado en  la historia real de Marguerite y Julien de Ravale, condenados a muerte en 1603 por cargos de incesto y adulterio.

La película iba a ser originalmente dirigida por François Truffaut pero el destino le tenía preparado otro final.  El guion de Grualt tiene una reescritura de Valérie Donzelli y Jérémie Elkaïm (protagonista del filme) y el resultado es un valiente, pudoroso, paciente y majestuoso largometraje que recoge el estilo de las mejores películas del cine francés que se han dedicado a explorar ese misterioso camino de las relaciones de pareja: maravillosas secuencias epistolares; elegancia para filmar y para encontrar esos detalles que revelan más que mil líneas de diálogo; la particular narración en off (que aquí encuentra una vía diegética); personajes entrañables con actuaciones sin tacha (palabras sobran para elogiar el majestuoso trabajo de Anaïs Demoustier); miradas profundas que parecen recorrer toda el alma humana y, sobre todo, amor.

Marguerite y Julien, dos pequeños aristócratas y jóvenes hermanos, cuyo amor recíproco es firme, no conoce duda y es apasionado (así como ilegal) tratan de sondear la marea de la mala suerte para completar la dicha de estar el uno con el otro. Físicamente destrozados por los arreglos de distintos internados y luego por un matrimonio arreglado, los jóvenes amantes parecen nunca agotar la energía que les permite ir, con todas sus fuerzas, por el amor que tanto desean.

En estos términos, la película puede pintarse de transgresora y, en cierto sentido, lo es. El film se vale de su narración para también arreglarse la manera de presentar un sólido discurso formal que acompañe el ciego cariño que se profesan los amantes. En la lente de Donzelli el amor pareciera ser un límite que pone a los amantes siempre al borde del abismo para ver qué tan cerca del precipicio pueden estar sin caer. Marguerite y Julien, a pesar de las dudas, están dispuestos a todo. La vida, sin embargo, los ha marcado desde el inicio: a sus condenas no tienen escape. Los cuerpos son la materia prima de esa inagotable pasión que desemboca en un cristalino amor que no conoce otra cosa que la profunda entrega al otro.

Valérie Donzelli aprendió muy bien la lección de los grandes maestros: la película recoge esa inmortal aura de las películas de Truffaut; se recuerda también a Los Amantes, de Louis Malle (que ahonda, como acá, cierta visión del arrepentimiento sobre lo prohibido) y cierta naturalidad propia del cine de Maurice Pialat y Jacques Doillon. Sin embargo, ahí está siempre la “marca Donzelli”, ese nuevo mirar que explorar otros lugares, no vistos por los demás. Ella se vale de distintos recursos: las secuencias en “estatua”, los ralentís y la foto fija, para encontrar su propio método de desbordar la pasión fuera del cuadro.

Los amantes, en el film, son un mito, una leyenda, una inspiración. La película se arma como un gran recuento que hace un grupo de pequeñas niñas de la mano de su profesora. De ahí que la narración sea, literalmente, narrada. Sin embargo, y esta es una característica esencial del film que enriquece su discurso, el tiempo parece importar muy poco. Vamos siempre entre extrañas temporalidades, el guiño constante a que estamos ante algo que no tuvo (ni tendrá alguna vez) tiempo concreto no cesa.

Primera imagen: un helicóptero. Luego, castillos; luego, ropa que se asocia a una temporalidad lejana; después, esa misma ropa, pero ahora mezclada con algo parecido a lo que se puede encontrar en cualquier tienda hoy y, para finalizar, micrófonos en una corte que dictamina quemar a los acusados como su sentencia. El amor no tiene tiempo, eso parece ser lo obvio que hay detrás de ese armazón estético. No obstante, creo que sería más sabio enlazarlo con aquello que dice el tío cura:  “en diez, cien, mil años, el incesto seguirá siendo considerado un crimen”.

La película es la radiografía de un escape, uno sin solución. La condena es inminente, los mismos personajes lo intuyen. La vida, sin embargo, les da momentos para la efervescencia de su amor. Entre el pantano de la prohibición, la suma de desgracias y las horribles (e impuestas) obligaciones, la misma pasión y el deseo que los motiva parece formar una isla donde los hermanos Ravalet pueden descansar y, así sea por contados segundos, experimentar la felicidad y tranquilidad al mismo tiempo.

Válido es entonces preguntarse por su corta (o muy escondida) difusión, por el rechazo, al parecer homogeneizado, de ciertos lugares (¿los más relevantes?) de la crítica mundial. La respuesta podría encontrarse en el mismo film: un verdadero amor parece expulsar de “culpas” al incesto. Eso parece no digerir tan fácil. Así como Marguerite lucha contra todos, esta película parece también hacerlo. Cuando pareciera que nadie quiere interesarse por cuestionar asuntos morales difusos, aparece esta película como un baldado de agua fría para levantar velos y, con riesgo, retratar la convicción puesta a prueba. La película y los amantes, son, juntos, una lucha de valientes.

Donzelli expone, con la misma belleza, el desgaste del amor y la sublimación de ese temido e incomprendido sentimiento. En sus imágenes se siente la pasión que desborda la pantalla. El cariño profundo por unos personajes malditos, incomprendidos por el mundo, pero, en secreto, admirados por todos, no desfallece.

 

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Nocturnal Animals, de Tom Ford, ¿Frivolidad?

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La segunda película de Tom Ford, primero diseñador de modas, luego cineasta, que ganó el premio del jurado en el pasado Festival de Cine de Venecia, se mueve entre un cuadro de relaciones fracturadas, un suspenso en clave de un western actual y el frenético y ampuloso mundo del arte y el lujo contemporáneo.

El inicio ya deja entrever el interrogante con el que titulo este texto: ¿será la película puro show frívolo o poco diciente o será una película digna de llamarse cine? La duda continuará, incluso después de que rueden los créditos. Resalta lo que parece ser característica del cine de Tom Ford: Opulentos decorados, locaciones, vestuarios. La elegancia y el cuidado de todo ese trabajo, sin embargo, no está a la hora de filmar: hay secuencias llenas de planos que parecen no tener ningún asunto narrativo que cumplir, están para rellenar y distraer. Empieza uno a reclamar en Tom Ford un poco de paciencia para disfrutar su arte y criterio para la abundancia de planos.

Cuando a la protagonista del film, Susan (una fluctuante Amy Adams), le llega un manuscrito de una novela próxima a publicar de su antiguo marido, Edward (Jake Gyllenhaal), que saca, inmediatamente, al pasado de su sitio, la película se transforma en una historia de “un relato dentro de otro relato”. Presenciamos una pareja (Susan y su actual esposo, un soso y aburrido Armie Hammer) que aún tiene mucho por solucionar y que no se atreve a hacerlo, y que, entre tanto lujo, las grietas, aunque escondidas, parecen el adorno más usual. Estamos ante unos personajes acezando una vida que dejaron pasar.

La novela que llega, en cambio, presenta una familia más o menos unida que cambia radicalmente con el encuentro de unos desaforados y energúmenos jóvenes. Sobresalientes momentos de tensión desembocan en el predecible desenlace de los hechos y la aparición de un investigador misterioso. Lo turbio entra a jugar un lugar importante y las fronteras entre lo legal, lo correcto y lo ilegal se difuminan cada vez más.

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La película logra contrastes interesantes entre ambos relatos, comparando sus acciones y con ayuda de las propias imágenes que el director pone en escena. Puntos que permiten que ciertas hipótesis sobre quién es quién en lo que vemos puedan ocurrir. Sin embargo, son hilos muy sueltos y, a veces, estos contrastes resultan artificiales, impuestos.

Detalles del corroído pasado de la relación entre Susan y el novelista, su primer esposo, van apareciendo. ¿Se está volviendo moda representar  el pasado mezclando las imágenes de los recuerdos con el sonido del presente? Llegan escenas que parecen acomodadas para ser discursos de ciertos temas que maneja la película. Sin embargo, no hay evolución suficiente para saborearlos de verdad.

Va aclarándose la niebla: parece que el aglutinador de todo el desenfreno narrativo de la pluma de Ford es el arrepentimiento. Lo que logra la película es resaltar con notable ejecución las huellas de decisiones que se tomaron mal y que el tiempo no ha, al parecer, podido solucionar. Las heridas siguen abiertas, al menos para algunos.

El arte contemporáneo vuelve a dar señales de vida: se huelen una ciertas burlas, unas ciertas “críticas” que involucran el sector laboral de Susan, que se siente cada vez más alienada en su cotidianidad, cada vez más arrepentida de su nebuloso pasado.

Sin duda, la relación de Susan y Edward por fuera de la novela, el relato más interesante, queda absorbido por la desenfrenada narración, atrapada en las barras del género, del padre que se carcome en la culpa porque cree que pudo haber hecho algo para salvar a las mujeres de su vida y que busca una frustrada venganza.

Nocturnal Animals resulta una experiencia no muy lejana del disfrute y del deleite estético.  Se le podría acusar de repetitiva: las mismas ideas parecen aflorar durante la película, sobretodo en ciertos diálogos que repiten la imagen. La presentación que se hace del personaje de Amy Adams, por ejemplo, era suficiente, la escena que le sigue, con ese despilfarro de diálogos que pretende ubicarnos sin pierde en los límites de la historia, resulta superfluo y redundante. Sin embargo, parece que el cine de Tom Ford hace el esfuerzo para ser tomado en cuenta, para ver luz después de que terminen los créditos, aunque las dudas continúan. Parece que entre tanto desenfreno narrativo y estilístico triunfa el desengaño, el sin sabor. Al final parece haber un olvido rotundo por la “gran narración” y la posible conexión entre las historias resulta tan dispareja que hace pensar para qué había otro relato dentro del relato.

Una posible tregua con los hechos, con el tiempo, aparece como solución pero la película ha decido ya nombrar un “ganador”. Sin embargo, la perspectiva dramática que tanto exigía la película queda mutilada. Nada resuena con nada.

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Arrival, de Denis Villeneuve

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En Arrival nos encontramos con la reivindicación de un género tan desprestigiado en nuestra época a causa de todos los dudosos remakes que lo acechan sin descanso. Bajo la pasiva, detallada y oportuna mirada de Villeneuve, la ciencia ficción no es la misma, recibe un rotundo vuelco para tratar que nosotros, los espectadores, no despeguemos, en sus casi dos horas de duración,  los ojos de la pantalla.

Arrival empieza con el pie derecho porque tiene un consistente guion, que nunca pone en duda las leyes del mundo que crea y donde todas las acciones están cargadas de la mística y el suspenso propias del género. Además, es una lección de cómo hacer giros sorpresas, cómo sembrar pistas para concluir con un revelador final que haga parecer que valió la pena toda la espera y la atención dedicadas a la película.

El estilo del director viene y va entre todo aquello que lo ha obsesionado desde su fascinante dúo de primeras películas: Un 32 de agosto sobre la tierra (1998)  y Maelström (2000).  La cierta espiritualidad y mística que rodea nuestras relaciones con los demás; el misterio para descifrar la felicidad de la vida y el amor. Todo al final se encuentra en el amor.

La manera de enfrentar las emociones de sus personajes por medio de las imágenes y sus relaciones con los demás por la inmediata yuxtaposición de planos es de admirar en la lente de este singular canadiense. Atención también a la ingeniosa manera cómo la película presenta el meollo de la narrativa (la secuencia en la clase donde se pensaba enseñar el origen del portugués), cómo explora e impulsa el suspenso y la sorpresa y cómo desarrolla los sueños, el pasado y el futuro.

 Aunque podría acusarse a Villeneuve de haber perdido una marca de estilo y cierta sensibilidad,  que se veía en las dos películas ya mencionadas, por “venderse” a títulos “encargados” o de una factura mucho más industrial (Prisoners, Sicario, la misma Arrival y una secuela de la mítica película Blade Runner),  Villeneuve muestra a Arrival como prueba fehaciente que es un gran director y que su manera de registrar el mundo, así sea a través de hechos poco probables, sigue siendo vigente y poderosa, llevando su película casi un metro por encima de la realidad y aprovechándose de todos los recursos que tiene a su mano: La espectacular Amy Adams, la soberbia fotografía de Bradford Young, el potencial de conflicto que supo rastrear en el guion de Eric Heisserer y, por supuesto, la monumental manera de ensamblar todo de Joe Walker.

A la película hay que rescatarle diferentes cosas: la primera es que cumple a cabalidad con las expectativas del género (hay un cierto análisis -un poco light, por supuesto-  a la sociedad de hoy) y, al mismo tiempo, la película las moldea a su antojo, sin que se sienta pretencioso o exagerado. Desde la construcción de aliens que nos presenta hasta, y aquí va lo mejor de la película, el tratamiento al ya milenario tema del Tiempo y sus posibilidades de manipularlo para sacarle cierto provecho. Acá se encuentra uno con una propuesta maravillosa, que imprime todo el potencial sentimental de la película y que hace que quien escribe estas líneas haya estado, en esas últimas secuencias, con la emoción a flor de piel.

En definitiva, Arrival pisa fuerte en el terreno de la ciencia ficción y logra exponer los dilemas propios del género, vistos desde un punto de vista refrescante y visionario. Una película donde se agradece que descanse su poder en la sobriedad de sus hechos, en menos explosiones, en la fuerza de las relaciones que presenta, en el poder de sus personajes y en el decantado estilo de un director que busca con su cámara rastros de humanidad.

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Esa punzada justo arriba del estómago. Y TU MAMÁ TAMBIÉN, de Alfonso Cuarón.

Y TU MAMÁ TAMBIÉN, de Alfonso Cuarón.

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En esta memorable y provocadora película que nos entregó Alfonso Cuarón en el  2001, uno de sus protagonistas expone a otro parte de sus “mandamientos de vida”, de sus estandartes para afrontar ese corrosivo y mordaz acto de vivir: “La neta es chida pero inalcanzable”. La neta hace de sinónimo de la verdad. Y la película parece engendrar de esa frase misma. Su núcleo es aquella inocente y juguetona frase que termina por moldear el destino de todos.

En clave de road trip, Cuarón pone a sus tres personajes principales camino a una desconocida e imaginaria playa. Tenoch (Diego Luna) y Julio (Gael García Bernal), dos jóvenes promiscuos que comparten una (muy) íntima amistad, invitan a Luisa (Maribel Verdú), una española que conocen en la boda de la hermana de Tenoch, a ese improvisado viaje. Todo con el fin de conquistarla y sacar un par de horas (que en realidad se convierten en minutos) con ella en la cama.

Este viaje entonces enfrenta a este inestable y vertiginoso trío a esa inaccesible verdad. Un camino que expone todas esas grietas de las que está hecha la vida y que parecen desaparecer en la comodidad de ciertos momentos. Los personajes se vuelven vulnerables en el viaje y, sin quererlo y sin proponérselo, terminan descubriéndose ellos mismos y exponiéndose ante los demás; ese descubrimiento resulta insoportable y termina por caducar cualquier lazo que se hubiera ya erigido entre ellos. Esa revelación en los personajes resulta entonces tenebrosa y sus decisiones finales optan por apartarse de esas verdad para encajar (mejor y más fácil) en esa cotidianidad, mexicana en este caso.

En su genialidad, la película resulta un caleidoscopio de vivencias, de sentimientos, de comprensiones y, sobretodo, de sensualidad, erotismo y sexo.  Hay un retrato de una juventud que se ahoga en su propios deseos, en sus reclamos del mundo y de la vida, que se dedica a vivir el tedio. Una adolescencia alocada, llena de libertad y espíritu rebelde que, de alguna forma, tiene que acomodarse a las expectativas de esos adultos que parecen controlar el mundo.

La obra es también una radiografía sobre esa sociedad mexicana, tan hermana de la colombiana y aun tan vigente, que, sin ser foco de la narración y más bien es tono y atmósfera, deja en el espectador un sin sabor de esas brechas que parecen imposibles de llenar entre los hombres que habitan el mismo terruño.

En esa dirección existe el importante recurso que Cuarón potencia: el narrador omnisciente. Este narrador, que como dijo el mismo Cuarón, nace de su pasión por el cine francés de la nueva ola, que administró de manera fantástica este recurso, acompaña toda la película, detallando cosas que podrían no importar pero que dotan de una dimensión importante al filme, dándonos pistas sobre el pasado y sobre el futuro.

Como nunca, Cuarón logra entrar en el terreno de lo erótico de una manera fuerte y tajante. Aquello de lo que resulta difícil de hablar, el secreto y las experiencias que quedan por fuera de la vida corriente construyen esas emociones de búsqueda sexual de los personajes. Sus escenas respiran una honestidad única y los personajes, en su exploración sexual, resultan maravillados (casi como el espectador frente a las escenas). La película desborda un amor desenfrenado y una pasión loca que desemboca en el máximo encuentro con ellos mismos. Esas experiencias se combinan con la revelación de secretos para darle un rotundo clímax al filme.

Sin usar disrupciones llamativas en la forma y concentrando su poder en la actuación y lo enérgico de sus imágenes, Y TU MAMÁ TAMBIÉN es, en definitiva, una mirada al espejo, una mirada que no pedíamos, pero que se nos da. Que, como la neta, es también inalcanzable pero transformada por la película para darnos visos de esa oculta y misteriosa certeza.

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